Gonzalo Cuadra: “Hablar de la recepción de la ópera es fundamental para entender la idiosincrasia y la idea de modernidad de Chile”
Entrevista con el tenor chileno Gonzalo Cuadra
Egresado con distinción máxima de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile en las carreras de Licenciatura en Artes Mención Música e Interpretación Superior en Música mención canto.
Como solista ha participado en temporadas del Municipal de Santiago, Auditorio Nacional del SODRE de Montevideo, Teatro Colón de Buenos Aires y la Margräfliches Opernhaus de Bayreuth, entre otros.
Solista estable de los conjuntos Estudio MusicAntigua (Universidad Católica de Chile), Syntagma Musicum (Universidad de Santiago) y Terra Australis, junto a ellos y también de manera independiente se ha presentado en salas y temporadas en Chile, Argentina, Ecuador, Bolivia, Colombia, Venezuela, Portugal, Suiza, Alemania, Francia, y en prestigiosos Festivales de Música Antigua de Sudamérica.
En su trabajo de régisseur ha puesto en escena obras de Blow, Torrejón y Velasco, Bach, Pergolesi, Mozart, Rossini, Marc’Antoine Charpentier, Ravel, Verdi y Donizetti, todas en temporadas oficiales de ópera en Santiago, Concepción y Temuco.
Actualmente desarrolla labores pedagógicas en el Instituto de Música de la Universidad Alberto Hurtado y la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. También ha dictado masterclasses para el SODRE (Uruguay), la Universidad de Cuyo y el Camping Musical de Bariloche (Argentina).
Si bien su repertorio solístico está centrado en el barroco, su actividad de investigación y difusión se ha centrado además en el rescate del repertorio vocal de cámara y ópera compuesta por chilenos entre 1830 y 1950, trabajó en conjunto con el Archivo de Música de la Biblioteca Nacional y mostrado en distintas temporadas oficiales de concierto en Santiago.
¿Cómo nace tu inquietud en investigar?
Un poco por mi formación (Licenciatura en Música y Magister en Musicología), un poco por interés de siempre. Como cantante me dedico al barroco, un repertorio que para hacerlo seriamente requiere contextualizaciones históricas y estilísticas y hacía mucho que me había dado cuenta de que en el repertorio lírico estándar muchas veces se soslayaba esto. Puntualmente con el campo de la ópera chilena histórica, el libro “La ópera en Chile” de Cánepa Guzmán me despertó la fantasía de las óperas compuestas por chilenos de la misma manera que un libro de viajes por lugares legendarios despierta la curiosidad no sólo para conocerlos sino para demostrar que son reales. Lo que se contaba de esas óperas tenía características de arqueología, gran gesta, de batallas tristes, de – cómo me daré cuenta después – ajusticiamientos rituales.
¿En qué ha consistido esa investigación?
Como dije, la ópera compuesta por chilenos ha tenido un pasado complejo: de sus inicios en los que de manera paradojal y desesperante se anhela un compositor que las componga, que demuestre nuestra modernidad republicana, que nos haga sentir no sólo como naciones consumidoras de ópera sino de productoras, junto con ello la intelectualidad atacó a esos compositores por considerarlos faltos de talento, oficio, y sobrados de insolencia y atrevimiento; el compositor debía, pero no podía componer óperas.
A fines de la década del ’20 del siglo pasado la presencia de Domingo Santa Cruz sumó ahora el veto al repertorio mismo, visto como algo superfluo, vano, social, poco profundo; ahora el compositor podía, pero no debía componer óperas. Fueron silenciados.
Mi investigación consistió no sólo en investigar fuentes primarias, limpiar opiniones repetidas desde hacía décadas, encontrar esas partituras (un trabajo complejo), analizarlas, contextualizarlas, sino además elaborar y editar una antología de arias de esas óperas. Volverlas al sonido.
¿Si tuvieras que seleccionar tres óperas de las investigadas, cuáles seleccionarías?
Es difícil, en la medida de que cada una libró su batalla. Partiría por La Fioraia di Lugano (1895) de Ortiz de Zárate, por ser la primera ópera chilena en estrenarse; lamentablemente su música se ha perdido. Su estreno fue recibido por la prensa como si hubiera llegado la luz eléctrica y dio inicio a la dicotomía entre ese aplauso de público y reticencia de la crítica que va a caracterizar nuestra lírica.
Luego, sin duda, el trágico Lautaro (1902) nuevamente de Ortiz de Zárate, porque en ese año en que además se había estrenado el primer acto del Caupolicán de Acevedo Gajardo y Velleda de Hügel, finalmente la intelectualidad nacional se alineó para alzar su voz de guerra contra la producción nacional de ópera. La guerra periodística que conllevó su estreno devino en la tácita prohibición de cualquier estreno de una ópera chilena por los próximos 27 años.
La tercera ópera sería Sayeda (1929) de Próspero Bisquertt, porque es la más representada en la historia y levantó el veto de Lautaro; fue la primera que tuvo aprecio de público y la vanguardia musical nacional. Pero como digo, cada ópera merece una cita, como Herta (1898) de Hügel, que es la primera ópera chilena en ser estrenada en el extranjero, en Berlín en 1898; o Érase un Rey (1947) de Casanova Vicuña, la primera en estrenarse en el extranjero en la temporada oficial del Teatro Colón de Buenos Aires en 1947; y ciertamente Caupolicán (1909) de Acevedo Gajardo, quizá la ópera más monumental de todas las del período.
¿Por qué es interesante saber de ópera chilena?
Por muchas razones. La ópera, como género, es fundamental en las nuevas repúblicas americanas, tanto en lo cultural, como social, político, en la adquisición de modales, de estilo, modernidad, incluso en lo urbanístico (pensemos en la edificación de un teatro) y todo lo que conlleva: el nuevo escenario en 360 grados de lo que se ve y quién se ve, reemplazando a la catedral colonial como punto de encuentro y celebración, y al salón de tertulias como punto de conversación y visibilidad cultural.
Imaginemos ahora a un chileno tratando de entrar ya no como un consumidor y participante, sino como protagonista, generando cultura musical, política, social, desde dentro.
Hablar de la recepción de esas óperas es fundamental para entender la idiosincrasia y la idea de modernidad del Chile de entonces (y de hoy). Además – y eso no es menor, pero siempre queda en un segundo lugar que me encantaría superar – hay momentos en ellas de muy bella música, de factura realmente eficiente, es decir, también por goce estético y teatral.
Tu investigación va desde 1895 a 1950. ¿Qué distingue ese período?
Bueno, en ópera chilena compuesta y estrenada es el inicio. Pero además, la primera mitad del siglo XX, cercanos al primer centenario patrio, es una época muy interesante, muy de joven adultez. Puntualmente en música docta hay una visión de que es en ese período en el que se cimenta e inicia la institucionalidad de la mejor música, al alero de un Conservatorio Nacional de Música reformado. La ópera como género en la apreciación intelectual sufre su momento más crítico.
Finalmente, porque a partir de la segunda mitad de siglo XX aparece una nueva inquietud: ¿qué es una ópera? Y se abre a nuevas experimentaciones y preguntas que requieren nuevas respuestas. Prefiero, por el momento centrarme en la primera mitad de siglo, cerrando en 1950, en la que sí aparece la noticia de que alguien está componiendo una ópera o me encuentro un manuscrito que dice ópera, sé más o menos qué puedo llegar a encontrar o esperar. Disfruto mucho del repertorio contemporáneo, no es un juicio valórico, es simplemente para acotar mi investigación.
¿Cuál es tu opinión del estado de la ópera en el mundo y en Chile?
Creo que, como toda arte, la ópera ha estado enfrentada a cambios de distinta índole desde su creación misma por allá en el 1600, y hoy no es la excepción. Así como a mediados de siglo XX luchaba porque sus avisos publicitarios no quedaran opacados por los afiches cinematográficos, así hoy se enfrenta a no perder público, a acceder a nuevos espectadores y nuevos escenarios, a abaratar costos. Ha privilegiado lo visual y se enfrenta a la audición y atención fragmentaria de las nuevas generaciones.
Es un momento complejo, pero, como dije, no es el primero y seguramente no será el último. ¿Y por qué una nación debería abocarse a un arte así? Porque no sólo es un campo laboral para mucha gente sino porque representa aquellas cosas buenas que puede crear el ser humano, es la suma de diversas artes, es ciencia y emoción, y además da a entender el desarrollo de una nación, ya que esas artes sólo pueden llevarse a cabo en la estabilidad de un sistema político, económico y educacional en la que las necesidades urgentes y básicas ya están cubiertas.
En Chile, particularmente, la descentralización y el quiebre del monopolio del Municipal de Santiago los últimos 10 años es lo más destacado: teatros regionales con pequeñas temporadas y el esfuerzo maravilloso de pequeñas compañías de ópera independientes, de la mano, como dije antes, de profesionales en número cada vez mayor.
A esto se suma nuevamente la producción de compositores chilenos, que hoy tiene un nuevo protagonismo, tanto en facetas más experimentales o tradicionales y lejos de prejuicios de cien años atrás: los nombres de Sebastián Errázuriz, Miguel Farías, Gustavo Barrientos, René Silva, por mencionar sólo cuatro, son ejemplo de ello.
Personalmente, he podido realizar dos conciertos temáticos con aquellas óperas históricas, tener la complicidad de pianistas y cantantes como Yudays Perdomo, Leonora Letelier, Soledad Mayorga, Belem Abraham, Cristián Moya, Pilar Aguilera, Matías Moncada y especialmente Rony Ancavil, con los que conformamos “Colectivo Ópera Nacional”; coordinar la grabación de un CD para el sello ChileClásico con arias y concertados; y la próxima publicación del libro y antología “Opera Nacional, así la llamaron / 1898 – 1950” en la editorial de la Universidad Alberto Hurtado. No es un mal panorama.
Lo que deseo es que el cantante se anime, el profesor de canto incluya, los conciertos reflexionen, el musicólogo complemente, que el periodista sepa, el auditor enjuicie, que la vieja ópera compuesta por chilenos, vuelta a la vida por un instante, suene y se explique.